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y se suceden uno a otra con incomprensible
celeridad.
Una hoche, mi tío Jacobo, sin estar muy ebrio,
nos dio un espectáculo que me asustó muchísimo: se
rasgó la camisa, se mesó el pelo como un loco y se
tiró del fino y claro bigote, y de los colgantes labios.
-¡Ah! ¿Qué es esto, qué es esto? -gritó, mientras
le corrían abundantes lágrimas por las mejillas-. ¿Por
qué ocurrió?
Se daba golpes en las mejillas, en la frente, en el
pecho y sollozaba fuerte:
-¡Ah, soy un villano, un malvado, un alma
perdida!
-¡Ah! ¿Lo ves? -chilló Grigorii, en su misma cara.
Pero la abuela, que no estaba tampoco muy serena,
cogió la mano de su hijo y trató de calmarlo:
-Vamos, Yascha, a ver si eres bueno, que Dios
Nuestro Señor sabe muy bien lo que debe dar a cada
cual.
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MÁ X I MO G O R K I
Cuando había bebido, daba más gusto que
nunca con- temparla; sus oscuros ojos se reían y
proyectaban sobre todas las cosas una luz que
entibiaba el alma; y cuando se abanicaba con el
pañuelo el sofocado rostro, decía con voz cantarina:
-¡Dios mío, Dios mío, qué hermoso es todo!
¡No, no digáis; mirad qué hermoso!
Era el desahogo de su alma, el lema de su vida.
Los gritos y las lágrimas de mi tío, habitualmente
tan alegre y tan fresco, me habían causado profunda
impresión. Pregunté a la abuela por qué lloraba y
por qué se había reprochado y golpeado de aquel
modo.
-¡Qué preguntón eres! -me dijo, con tono
brusco, muy en contra de su costumbre-. Ten
paciencia, que es muy pronto todavía para que te
enteres de ciertas cosas.
Estas palabras no hicieron más que aumentar mi
curiosidad. Me fui al taller y traté de sonsacar a
Vanid, pero tampoco éste quiso responderme y se
limitó a reírse bajito; miró de soslayo al capataz, me
empujó hacia la puerta y dijo:
-Vete: déjame en paz, si no quieres que te meta
en la caldera y te tiña todo de azul.
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D Í A S D E I N F A N C I A
El capataz, plantado delante del horno ancho y
bajo en que estaban empotradas las tres calderas,
revolvía en ellas con una larga batidera negra, la
sacaba y observaba cómo caían de su extremo las
gotas de color. La lumbre relucía y se reflejaba en el
peto de su mandil de piel, tan policromo como la
casulla de un pope. En las calderas burbujeaba,
silbando, el agua coloreada, y los acres vapores se
escapaban en densa nube hacia la puerta.
Miróme el capataz con sus turbios ojos
enrojecidos y protegidos por las gafas, y dijo
ásperamente a Vania:
-¡Trae leña! ¿No ves que ya no queda?
Cuando el "Gitanillo" hubo salido al patio,
Grigorii se sentó en un saco lleno de palo de sándalo
y me llamó para que me acercara:
-Ven acá, chico.
Me sentó en sus rodillas, su blanda y caliente
barba rozó mi mejilla, y empezó a contar con
gravedad y misterio a un tiempo:
-Tu tío mató a su mujer; la mató a fuerza de
disgustos y ahora le remuerde la conciencia,
¿comprendes? Tienes que aprender a comprenderlo
todo, hijo mío, pues de lo contrario estás perdido.
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MÁ X I MO G O R K I
Yo me llevaba muy bien con Grigorii, lo mismo
que con la abuela, sólo que, a veces, sentía en su
presencia cierta misteriosa desazón pues me parecía
como si al socaire de sus gafas el capataz lo viera
todo.
-¿Quieres saber cómo la mató? -prosiguió, sin
apresurarse-. Pues escucha: cuando se acostó con
ella, le tapó la cabeza con la manta de la cama, y
apretó, y la llenó de golpes, ¿Por qué lo hizo? Ni él
mismo lo sabría decir.
Y sin preocuparse más por Vania, que volvió
con un brazado de leña, se puso en cuclillas ante el
fuego del horno, se calentó las manos y prosiguió
con acento penetrante:
-Acaso lo hizo porque ella valía más que él y
despertaba su envidia. Esos Kachirin, hijo mío, no
aman el bien y procuran extirparlo donde lo ven.
Pregúntale a tu abuela cómo se ponían con tu padre.
Ella te lo contará, porque no le gustan las injusticias
ni las comprende. Es enteramente una santa, aunque
beba aguardiente y tome rapé. Es una predilecta del
Señor; tú escúchala siempre.
Me apartó de sí y yo me salí al patio, triste e
intimidado. En el zaguán me cogió Venia, que me
sujetó la cabeza y me dijo al oído:
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D Í A S D E I N F A N C I A
-No le tengas miedo, que es bueno; mírale
siempre en derechura a los ojos, que es lo que le
gusta.
Todo aquello era raro y emocionante. Yo no
conocía otra vida, pero tenía el recuerdo vago de que
mis padres habían vivido de otra manera: su tono al
hablar, su modo de alegrarse, todo era distinto.
Siempre se sentaban muy juntos y a menudo [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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