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salvo.
Y cogiendo del brazo a Hilsa y Rill, partió a paso vivo, diciéndose que en reveses de la
fortuna como aquél, lo más importante era mostrar una gran confianza en uno mismo,
¡llamear con ella como la antorcha de Rill! Ése era el secreto. ¿Qué importaba que no
tuviera la menor idea de lo que iba a decir en el consejo? ¡Sólo tenía que mantener la
apariencia de la confianza en sí mismo y, llegado el momento, acudiría la inspiración!
Como la flota pesquera había regresado tarde, las estrechas calles estaban atestadas
de gente. Tal vez también era noche de mercado, y quizá la reunión del consejo tenía
algo que ver con esa circunstancia. En cualquier caso, pululaban por las calles muchos
«extranjeros» e isleños, y no dejaba de ser curioso que estos últimos pareciesen más
forasteros y más risiblemente grotescos que los primeros. ¡Por allí llegaban, con andares
penosos, aquellos cuatro pescadores que el Ratonero había visto en el dique con su
carga monstruosa! Un muchacho gordo les miraba boquiabierto, y nuestro héroe le dio
unas palmaditas en la cabeza al pasar. ¡Ah, qué gran espectáculo era la vida!
Su alegría y despreocupación contagiaron a Hilsa y Rill, las cuales volvieron a sonreír.
Él pensó en lo llamativa que debía de ser su estampa, paseando con dos vistosas furcias
como si fuese el amo de la ciudad.
Apareció la fachada azul del edificio que albergaba el consejo, su puerta enmarcada
por la popa de un macizo galeón naufragado y flanqueada por dos sombríos patanes
armados con picas. El Ratonero notó que Hilsa y Rill titubeaban, pero gritó: «¡Todos los
honores para el consejo!» y entró con las mujeres cogidas del brazo, seguidos de Ourph y
Mikkidu.
La sala era más grande y algo más alta que la de la taberna El Arenque Salado, pero,
al igual que ésta, sus paredes estaban revestidas de madera gris, restos de naufragios.
Carecía de chimenea y la caldeaban precariamente por medio de dos braseros
humeantes. Las antorchas que la iluminaban ardían con una triste llama azulada (quizá
contenían clavos de bronce), no de alegre e intenso color amarillo como la de Rill. La
pieza principal del mobiliario era una mesa larga y pesada, a uno de cuyos extremos se
sentaban Cif y Afreyt, ambas con su expresión más altiva. Alejados de ellas, hacia el otro
extremo de la mesa, se sentaban diez isleños corpulentos y serios, en su mayoría de
edad mediana, Groniger entre ellos, y tales eran la aflicción, indignación y enojo que
reflejaban sus rostros que el Ratonero se echó a reír. Otros isleños, incluidas algunas
mujeres, se apretujaban ante las paredes. Todos se volvieron hacia los recién llegados,
con expresiones en las que se mezclaban el asombro y la desaprobación.
Groniger se puso en pie y se dirigió al Ratonero con voz atronadora:
¿Osas reírte de la autoridad de esta isla aquí congregada? ¿Te atreves a venir en
compañía de mujeres de la calle y tripulantes de tu nave, que tienen prohibido salir de los
límites fijados?
El Ratonero logró dominar su hilaridad y escuchó con la expresión más abierta y
sincera imaginable, como la misma encarnación de la inocencia ultrajada. Groniger señaló
a los otros con un dedo tembloroso y prosiguió:
Bien, aquí le tenéis, consejeros, un jefe receptor del oro malversado, tal vez incluso
del cubo dorado del juego limpio. El nombre que se presentó ante nosotros procedente
del sur, con cuentos de tormentas mágicas, del día convertido en noche, de buques
hostiles desvanecidos y de una supuesta invasión mingola, precisamente él, que, como
veis, tiene mingoles entre su tripulación, ¡el hombre que pagó por sus derechos de
atraque con oro de la isla!
Al oír esto Cif se levantó, con los ojos ardientes, y dijo:
Por lo menos dejadle hablar y responder a esta acusación ultrajante, puesto que no
aceptáis mi palabra.
Un consejero se puso en pie al lado de Groniger.
¿Por qué habríamos de escuchar las mentiras de un extranjero?
Gracias, Dwone dijo Groniger.
Entonces se levantó Afreyt.
No, dejadle hablar. ¿No escucharéis nada más que vuestras propias voces?
Otro consejero se incorporó.
Habla, Zwaakin le pidió Groniger.
No hay daño alguno en escuchar lo que tenga que decir. Él mismo puede
condenarse con sus propias palabras.
Cif miró furibunda a Zwaakin y exclamó:
¡Díselo, Ratonero!
En ese momento el aludido, mirando la antorcha de RUI, que parecía hacerle guiños,
sintió que le embargaba un poder divino y tomaba posesión de él desde los dedos de sus
manos y pies, más aún, desde la punta de cada cabello. Sin previo aviso, y realmente sin
que supiera en absoluto que iba a hacer tal cosa, cruzó corriendo la sala y subió de un
salto a la mesa, por uno de los lados libres, cerca del extremo ocupado por Cif.
Dirigió una mirada inquisitiva a todos los reunidos, un mar de rostros fríos y hostiles en
su mayoría, y entonces, al tiempo que la fuerza divina se instalaba en todos los recovecos
de su ser, la conciencia de sí mismo forzosamente relegada y la escena oscurecida con
celeridad, oyó que empezaba a decir algo en voz potente, pero en ese momento su mente
se hundió sin remedio en una oscuridad interna más profunda y más negra que cualquier
sueño.
Entonces el tiempo dejó de transcurrir para él... o pasó una eternidad.
Su recuperación de la conciencia, o más bien su renacimiento, tan imponente pareció
la transición, empezó con un torbellino de luces amarillas y rostros sonrientes,
boquiabiertos, exaltados, que abigarraban la oscuridad interna, y con la sensación de un
gran ruido en el límite de lo audible y de una voz resonante que pronunciaba palabras
poderosas, y de improviso, sin otra advertencia, la escena brillante y ensordecedora se
materializó con precipitación y estrépito, y el héroe se vio a sí mismo insolentemente alto
sobre la maciza mesa del consejo, notó que sus labios sonreían, y su sonrisa era absurda
o incluso demencial en aquellas circunstancias, mientras que su puño izquierdo
descansaba con desenvoltura en la cadera y el derecho hacía girar alrededor de su
cabeza el «amansador» de oro (o «cubo del juego limpio», se recordó a sí mismo) atado
al cabo de cuerda. A su alrededor, hasta el último isleño, consejeros, guardias,
pescadores comunes, mujeres (y, ni que decir tiene, Cif, Afreyt, RUI, Hilsa y Mikkidu), le
miraban con embelesada adoración, como si fuera un dios o por lo menos un héroe
legendario, ¡todos ellos en pie y algunos dando saltos, vitoreándole hasta enronquecer!
Unos aporreaban la mesa con los puños, otros daban golpes resonantes en el suelo con
sus picas, mientras que los provistos de antorchas hacían girar sus tristes llamas hasta
que ardían tan brillantes y amarillas como la de RUI.
Ahora bien, en nombre de todos los dioses juntos, se preguntó el Ratonero sin dejar de
sonreír, ¿qué les había dicho o prometido para ponerles en semejante estado? ¿Qué, en
nombre de los espíritus malévolos?
Groniger subió rápidamente al otro extremo de la mesa, aupado por quienes estaban a
su lado, gesticuló pidiendo silencio y, en cuanto consiguió un poco, se dirigió al Ratonero
con vehemencia, acercándose a lo largo de la mesa para hacerse oír.
¡Lo haremos, sí, lo haremos! Yo mismo dirigiré el contingente de la isla, la mitad de
nuestros ciudadanos armados, a través de las Tierras de la Muerte, en ayuda de Fafhrd
contra los oscuros, mientras que Dwone y Zwaakin se pondrán al frente de la flota
pesquera armada, compuesta de la otra mitad, y seguirán al Pecio contra los mingoles
solares. ¡Victoria!
La sala resonó entonces con gritos de «¡muerte a los mingoles!», «¡victoria!» y otros
que el Ratonero no entendió bien. Cuando remitió el estrépito, Groniger exclamó:
¡Traed vino! ¡Brindemos por nuestra alianza!
Y Zwaakin gritó al Ratonero:
¡Reúne a tus hombres para que lo celebren con nosotros!... ¡Tienen la libertad de la
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