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¡Señorita! ¡Oiga, señorita! ¿Puede darme su nombre? Darby salió directamente al coche. Grantham se
encogió de hombros y abandonó el edificio. Subieron al coche y salieron a toda velocidad.
El apellido de García es Morgan. Linney le ha reconocido inmediatamente, pero no lograba recordar su
nombre de pila. Empieza por C dijo mientras buscaba las notas de Martindale Hubbell . Dice que trabaja en la
sección de gas y petróleo en el noveno piso.
¡Gas y petróleo! exclamó Grantham, mientras se alejaban velozmente de Parklane.
Eso ha dicho. Curtis D. Morgan, sección de gas y petróleo, edad veintinueve años dijo Darby, después de
encontrar la nota . Hay otro Morgan en litigación, pero es uno de los socios y tiene, vamos a ver, cincuenta y un
años.
García es Curtis Morgan dijo Gray aliviado, antes de consultar su reloj . Son las cuatro menos cuarto.
Hemos de darnos prisa.
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Me muero de impaciencia.
Rupert los había localizado al salir del portal de Parklane. El Pontiac alquilado avanzaba como un rayo y se
vio obligado a conducir como un loco para no perderlos. Llamó por radio.
TREINTA Y SIETE
Matthew Barr nunca había viajado en una lancha rápida y, después de cinco horas de ajetreada travesía por
el océano, estaba empapado y dolorido. Le había quedado el cuerpo adormecido y cuando vio tierra rezó, por
primera vez en muchas décadas. A continuación, siguió maldiciendo incesantemente a Fletcher Coal.
Atracaron en un pequeño embarcadero cerca de una ciudad, que en su opinión debía ser Freeport. El capitán
le había dicho algo sobre Freeport a un individuo llamado Larry, al salir de Florida. No se había pronunciado
otra palabra durante toda la epopeya. El papel de Larry en el viaje no estaba claro. Medía por lo menos metro
ochenta y cinco, con un cuello tan grueso como un poste de teléfonos, y no hacía otra cosa más que vigilar a
Barr, lo cual no le había importado al principio, pero al cabo de cinco horas empezaba a ser molesto.
Se levantaron con dificultad cuando paró la embarcación. Larry fue el primero en desembarcar y le hizo una
seña a Barr para que le siguiera. Otro voluminoso individuo se les acercó por el muelle y ambos escoltaron a
Barr a una furgoneta que esperaba. El vehículo se caracterizaba por una sospechosa ausencia de ventanas.
En aquel momento Barr habría preferido despedirse de sus nuevos amigos y limitarse a desaparecer en
dirección a Freeport. Cogería un avión a Washington y se ensañaría con Coal cuando vislumbrara su reluciente
calva. Pero debía actuar con naturalidad. No se atreverían a hacerle ningún daño.
Al cabo de unos momentos, la furgoneta paró en un pequeño aeródromo, y condujeron a Barr a un Lear
negro. Lo admiró brevemente antes de seguir a Larry por la escalerilla. Estaba relajado y tranquilo; no era más
que otro trabajo. Después de todo, en otra época había sido uno de los mejores agentes de la CIA en Europa.
Había sido infante de marina. Sabía cuidar de sí mismo.
Se sentó a solas en la cabina. Las ventanas estaban cubiertas y eso le molestó. Pero lo comprendió. El señor
Mattiece protegía celosamente su intimidad y Barr lo respetaba. Larry y su corpulento compañero estaban en la
parte delantera de la cabina, hojeando revistas y sin hacerle ningún caso.
Treinta minutos después de despegar, el Lear inició su descenso y Larry se le acercó.
Póngase esto ordenó, al tiempo que le entregaba una gruesa venda para cubrirse los ojos.
En aquel momento, un novato se habría dejado llevar por el pánico. Un aficionado empezaría a formular
preguntas. Pero a Barr no era la primera vez que le vendaban los ojos y, a pesar de que tenía serias dudas acerca
de aquella misión, cogió tranquilamente la venda y se cubrió los ojos.
El individuo que le retiró la venda dijo llamarse Emil, uno de los ayudantes del señor Mattiece. Era un tipo
bajo y delgado, de cabello oscuro, con un pequeño bigote pegado al labio. Se instaló en una silla a poco más de
un metro y encendió un cigarrillo.
Nuestra gente nos informa de que usted es, más o menos, legal dijo con una amable sonrisa.
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