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que pueda servir vuestros intereses.
Ya sabes con qué condiciones puedo concederte el favor que me pides, Thérèse me contestó
«Corazón-de-Hierro» , ya sabes lo que exijo de ti...
Bien, señor, lo haré todo exclamé interponiéndome entre aquel desdichado y nuestro jefe, siempre
dispuesto a degollarlo... . Sí, lo haré todo, señor, lo haré todo, salvadle.
Dejadlo con vida dijo «Corazón-de Hierro» , pero que se enrole con nosotros. Esta última cláusula
es indispensable. No puedo hacer nada sin ella, mis camaradas se opondrían.
El sorprendido comerciante no entendía nada del parentesco que yo establecía, pero, al ver salvada la
vida si aceptaba sus proposiciones, creyó que no debía titu bear ni un instante. Le dejaron descansar y,
como nuestra gente sólo quería abandonar aquel lugar de día, «Corazón-de-Hierro» me dijo:
Thérèse, recojo tu promesa, pero como esta noche estoy agotado descansa tranquila al lado de la
Dubois. Te llamaré cuando se haga de día, y si titubeas, la vida de este bellaco me vengará de tu artimaña.
Dormid, señor, dormid contesté , y creed que ésta, a la que habéis colmado de agradecimiento, no
tiene más deseo que el de cumplir.
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Nada más lejos de mis intenciones, pero si alguna vez creí permitido el fingimiento era exactamente en
esta ocasión. Nuestros bribones, llenos de una confianza excesiva, siguen bebiendo y se duermen,
dejándome en plena libertad al lado de la Dubois que, borracha como los demás, no tardó en cerrar
igualmente los ojos.
Aprovechando entonces con vivacidad el primer momento del sueño de los malvados que nos rodeaban,
le dije al joven lionés:
Señor, la más horrible de las catástrofes me ha arrojado a pesar mío entre estos ladrones. Los detesto
tanto como al instante fatal que me trajo a su banda. La verdad es que no tengo el honor de ser pariente
vuestra. He utilizado esta treta para salvaros y escapar con vos, si os parece bien, de estos miserables. El
momento es propicio proseguí , huyamos. Veo vuestra cartera, recojámosla; renunciemos al dinero en
metálico, está en sus bolsillos y no conseguiríamos recuperarlo sin peligro. Vayámonos, señor, vayámonos.
Ya veis lo que hago por vos, me entrego a vuestras manos, tened piedad de mi suerte. No seáis, sobre todo,
más cruel que esta gente. Dignaos a respetar mi honor, os lo confío, pues es mi único tesoro. Dejádmelo,
ellos no me lo han arrebatado.
Me costaría trabajo describir el supuesto agradecimiento de Saint Florent. No sabía qué términos
emplear para demostrármelo, pero no teníamos tiempo de hablar: se trataba de huir. Me apodero
diestramente de la cartera, se la doy y, franqueando rápidamente el bosquecillo y abandonando el caballo,
por miedo a que el ruido que habría hecho despertara a nuestras gentes, nos dirigimos, con diligencia, al
sendero que debía sacarnos del bosque. Tuvimos la suerte de salir de él cuando amanecía, y sin que nadie
nos siguiera. Llegamos antes de las diez de la mañana a Luzarches, y allí, al abrigo de cualquier temor, sólo
pensamos en descansar.
Hay momentos en la vida en que te consideras muy rico sin tener, no obstante, nada de qué vivir: era el
caso de Saint-Florent. Llevaba quinientos mil francos en su cartera, y ni un escudo en su faltriquera. Esta
reflexión le detuvo antes de entrar en la posada...
Tranquilícese, señor le dije al ver su apuro , los ladrones que abandono no me han dejado sin
dinero. Ahí tenéis veinte luises, tomadlos, por favor, utilizadlos y dad el resto a los pobres. Por nada en el
mundo querría yo conservar un oro adquirido mediante asesinatos. Saint Florent, que fingía delicadeza,
pero que estaba muy lejos de tener la que yo le suponía, no quiso en absoluto tomar lo que le ofrecí. Me
preguntó qué proyectos tenía, me dijo que se obligaba a cumplirlos, y que no deseaba otra cosa que quedar
en paz conmigo.
Os debo la fortuna y la vida, Thérèse añadió besándome las manos . ¿Qué mejor puedo hacer que
ofreceros la una y la otra? Aceptadlas, os lo ruego, y permitid que el Dios del himeneo estreche los nudos
de la amistad.
No sé bien si por presentimiento o simple frialdad, yo estaba tan lejos de creer que lo que había hecho
por aquel joven pudiera provocar tales sentimientos por su parte, que le dejé leer en mi semblante el
rechazo que no me atrevía a expresar. Lo entendió, no insistió más, y se limitó a preguntarme únicamente
qué podía hacer por mí.
Señor le dije , si realmente mi actuación no carece de méritos a vuestros ojos, os pido por toda
recompensa que me llevéis con vos a Lyon, y que allí me coloquéis en alguna casa honesta, donde mi pudor
ya no tenga que sufrir.
Es lo mejor que podríais hacer contestó Saint-Florent , y nadie mas capacitado que yo para
prestaros ese servicio: tengo veinte parientes en esa ciudad.
Y el joven comerciante me rogó entonces que le contara las razones que me llevaban a alejarme de París,
donde le había dicho que había nacido. Lo hice con tanta confianza como ingenuidad.
Bien, si sólo es eso dijo el joven , podré seros útil antes de llegar a Lyon. No temáis nada, Thérèse,
vuestro caso estará olvidado. Ya nadie os buscará, y menos que en ningún lugar, seguramente, en el asilo
donde voy a colocaros. Tengo una pariente cerca de Bondy, vive en una campiña encantadora de los alre-
dedores. Estoy seguro de que sentirá un gran placer de teneros a su lado; mañana os la presento.
Llena de agradecimiento a mi vez, acepto un proyecto que tanto me conviene. Descansamos el resto del
día en Luzarches, y al día siguiente nos proponemos llegar a Bondy, que sólo está a seis leguas de allí.
Hace buen tiempo me dijo Saint-Florent . Si os parece, Thérèse, nos dirigiremos a pie al castillo de mi
pariente. Le contaremos nuestra aventura, y creo que esta manera imprevista de llegar despertará su interés
hacia vos.
Muy alejada de sospechar las intenciones de aquel monstruo y de imaginar que me ofrecía aún menos
seguridad que la infame compañía que abandonaba, lo acepto todo sin temor, sin ninguna repugnancia.
Almorzamos y comemos juntos. No se opone en absoluto a que para la noche tome una habitación separada
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de la suya, y después de haber dejado pasar el mayor calor, segura por lo que dice de que bastan cuatro o
cinco horas para llegar a casa de su pariente, abandonamos Luzarches y nos dirigimos a pie a Bondy.
Alrededor de las cinco de la tarde entramos en el bosque. Saint Florent todavía no se había descubierto
ni por un instante: siempre la misma honestidad, siempre el mismo deseo de demostrarme su
agradecimiento. De haber estado con mi padre, no me habría creído más segura. Las sombras de la noche
comenzaban a esparcir por el bosque aquella especie de horror religioso que hace nacer simultáneamente el
temor en las almas tímidas y el proyecto del crimen en los corazones feroces. Sólo caminábamos por
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