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juzgar aquello que no entienden, o son capaces de sentir.
Alejandro, Tácito, Sócrates, Platón, Herodoto, Napoleón, Ti-
to-Livio, Colón, Bolívar, han sido poetas a su manera, y si no escribie-
ron poemas, fue porque dieron otra dirección a las fuerzas poéticas de
que podían disponer. El primero las aplicó a las grandes conquistas
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civilizadoras; el segúndo, a las pinturas dramáticas que lo han inmor-
talizado. Sócrates y Platón presintieron, por intuición poética, las su-
blimes verdades del progreso moral. Herodoto es el verdadero rival de
Homero, y Tito-Livio eclipsa muchas veces a Virgilio.
Para comprender la idea poética que hizo a Colón descubrir el
Nuevo Mando, es necesario leer su Diario de Viaje, publicado por
Navarrete, en el cual se ve al visionario, al espíritu entusiasta, miran-
do con los ojos del alma la tierra prometida de que se reían los es-
píritus positivos. Además, es bien sabido que Colón hizo realmente
versos, habiéndose salvado algunos de los que le inspiró la musa cris-
tiana en su Libro de las Profecías.
Bolívar, que carecía del genio metódico de la guerra y de las
cualidades sólidas del político equilibrado, derramó toda la poesía que
rebosaba en su alma, en brindis, proclamas, discursos, boletines y ac-
ciones grandiosas dignas de la epopeya, procurando en esto marchar
tras la huella de Napoleón, poeta en acción, cuyo genio militar se di-
lataba en presencia de las Pirámides, o evocando los recuerdos de la
antigua Roma, y que se dormía bajo su tienda militar leyendo a Cor-
neille o a Ossian, como Alejandro, leyendo a Húmero, derramaba lá-
grimas de dolor a la idea de que no tendría un Poeta semejante que
cantase sus hazañas.
¿Cuál es el reproche que los ingleses hacen a Roberto Peel, el
primer hombre de Estado de nuestros días? Pues bien, le reprochan no
haber sido poeta. No se sonría: lea la biografía de Peel, escrita por
D'Israeli, el jefe del partido tory, y se convencerá de que hablo for-
malmente. Todos convienen en que este reproche es merecido. Ro-
berto Peel era un gran organizador, pero carecía de esa facultad
poética que se llama creadora, sea que ella se aplique a la composición
de un poema, o a los negocios de la administración o de la política.
Nada de lo que Peel ha hecho ha sido creado por él, y aún la misma
reforma comercial que ha ilustrado su nombre, a la cual se opuso lar-
go tiempo, fue, como se sabe, idea original de Cobden, caudillo imagi-
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nativo de la Liga de Manchester. Sus reformas sobre la Irlanda le fue-
ron sugeridas por O´Tonnell, el inspirado poeta de los meetings al aire
libre, a cuya palabra poética debe su redención un pueblo que lo acla-
ma su libertador. Si Peel hubiese poseído la potencia creadora, es de-
cir, si hubiese podido merecer el nombre de poeta que se le niega,
habría sido el más eminente hombre práctico de nuestros días. No lo
fue porque faltó el segundo término, la potestad creadora, que es el
patrimonio de los genios poéticos, sea que hagan o no versos. Así,
pues, en los negocios prácticos de la vida, las cualidades poéticas, le-
jos de ser un inconveniente, constituyen una ventaja real y positiva,
siempre que la imaginación no predomine de tal modo, que sofoque
todas las demás facultades del entendimiento.
Ahora estudiemos al poeta Por el lado de la seriedad. General-
mente se le considera como un hombre frívolo, que pasa su vida con-
tando sílabas en vez de contar patacones, y que malgasta todo su
talento en producir ficciones, en vez de llevar a cabo realidades. Dis-
tingamos. Hay dos especies de poetas: unos que se llaman objetivos y
otros que llamaremos subjetivos. Los primeros son los que se asimilan
todas las ideas poéticas de los demás, identificándolas con las suyas
propias, y que sin agotar su propia substancia, las vuelven modificadas
y digeridas como si exclusivamente les pertenecieran. Estas naturale-
zas artísticas pero frías no se gastan jamás y producen siempre, y a
ellas corresponden, Voltaire, sin inspiración, y Goethe, con numen,
que debieron a esta circunstancia el poder alcanzar una ancianidad
serena. Los poetas por temperamento, para quienes la poesía es una
vocación, son como las lámparas: alumbran gastando en sus poemas el
aceite de la vida, y derraman en sus obras su propia substancia, apa-
gándose muy temprano, como Byron o como Schiller.
Consideradas desde este punto de vista, hay pocas ocupaciones
más serias que las del poeta, que en cada sílaba, en cada verso, en
cada estrofa, gasta tal vez un m nato, una hora, un día de su existen-
cia, vive en un solo momento lo que otros en un año. Todo cuanto el
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